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Le apodaban Titi el del tambor. Su verdadero nombre era Teofrasto Buenaventura. Nadie le llamaba así en el asilo; uno, por la dificultad de pronunciar su nombre, teniendo en cuenta que los correligionarios de la noble institución carecían de incisivos y molares, y dos, porque aquel hombre gustaba dar la murga tocando cualquier superficie, sonora o no, con dos palitos. Mientras aporreaba el supuesto tambor soñaba en alto, ensueños de tinte surrealista y anacolutos. Insoportables les resultaban los relatos a las monjitas, a las cuidadoras y al jardinero, y cuando veían a Titi con los palitos en la mano, le atizaban 20 gotas de haloperidol y santo remedio. En una palabra, el interno Teofrasto soñaba despierto gracias a su venturosa demencia y soñaba dormido asistido por el neuroléptico. Y una mañana sus sueños se pusieron en huelga y Titi se escapó. Enseguida lo echaron en falta, el asilo sin el tambor y las astracanadas oníricas de Titi no era el mismo. Reaccionaron en el asilo: no movieron un dedo. Y Titi basculó calles abajo hasta la misma playa. Sol, arena amarilla, azul cielo, agua azul, horizonte brumoso, hombres, mujeres y niños, algún anciano, todos con los cuerpos medio desnudos exponiendo sus dermis al astro, vuelta y vuelta, como costillares de cerdo en una parrilla. Tití caminaba despacio, pero caminaba, y enfiló el paseo de la playa. Quería vivir un momento de realidad, sin interferencias. Mucha gente en las arenas del tostadero y en el paseo, eligió lo segundo. Dio unos pasos, pocos, y un mocoso sobre una tabla de cuatro ruedas y a toda leche casi se lo lleva por delante. De hecho, lo sentó en el suelo, por supuesto, el nene no alteró ni velocidad ni rumbo. Dos almas caritativas le ayudaron a incorporarse y le aconsejaron que, si vivía solo, lo mejor sería que se buscase una buena residencia de la tercera edad. Tití dio las gracias a sus asesores y continuó el paseo. Pero, ni cien metros había caminado, cuando una chica con su tabla de surf en el brazo giró 90º para saludar a un mozo que le hacía tilín. Con la proa le atizó a su hermanito, que lloró de inmediato, y la popa golpeó en la barriga de Titi. Otra vez el culo de Titi aposentó en las baldosas del paseo. La madre de la sulfera se volcó en su pequeño, caricias y gominolas, y al mayor, a Titi, de malos modos, le dijo que mirase por donde iba, que el paseo era de todos, y que a su edad lo mejor era quedarse en su puñetera casa. La niña de la tabla no se enteró, ni siquiera se quitó los airpods. Necesitaba Titi un descanso. Vio una retahíla de sillas de plástico azul, cuatro por cada mesa, y a trancas y barrancas llegó hasta una de ellas. Qué alivio cuando se sentó. Duró poco. Una voz en clave de marisabidillo le advirtió que no se podía sentar, que las sillas eran exclusivas para clientes. Titi reaccionó pidiendo un Orange Crush. Se temió el dueño del chiringuito que el viejales no llevaba un euro en el bolso, y le respondió diciéndole que de eso no hay, y, por la hora, la una del mediodía, ya no servían bebidas, solo comidas. Le apremió el marisabidillo a que se levantara y se fuera con sus arrugas a otra parte.
Y se fue Titi. Bajó a la arena, sorteó mil cuerpos al sol, llegó al agua, sin apear la boina se metió mar adentro, una ola, otra y otra. En sus labios la canción del último sueño: «Sabe Dios que angustia te acompañó / Qué dolores viejos calló tu voz…».
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